El domingo, 5 de julio de 2015



DECIMOCUARTO DOMINGO ORDINARIO

(Ezequiel 2:2-5; II Corintios 12:7b-10; Marcos 6:1-6)

Sócrates vivió en Atenas en el quinto siglo antes de Cristo.  Aunque fue pensador famoso, se conoce por su humildad.  Le gustaba decir que la única cosa que sabía con certeza fue que no sabía. Por razones políticas se le juzgó a Sócrates como corruptor de las mentes de los jóvenes.  Como castigo le dieron la pena de muerte.  Le pasó a Jesús un ultraje tan grande.  En el evangelio percibimos una huella del rechazo que recibirá cuando llegue a Jerusalén.

Jesús ha llegado a su propia aldea de Nazaret.  Tal vez sorprenda a sus aldeanos cuando se levanta a enseñar en la sinagoga.  Se conocía como carpintero antes de salir para buscar a Juan en el desierto, pero ya habla con la confianza de un doctor de la Ley.  No se reporta lo que Jesús dice pero tampoco es difícil imaginarlo de todo lo que precede en el evangelio.  Habla del Reino de Dios y cómo ha que arrepentirse para conocerlo.  Dice que el Reino es como una semilla que crece para darnos todo tipo de provecho desde sombra del calor hasta comida para la eternidad.  Añade que el Reino exige que nos cambiemos de los modos de la dominación, de la violencia, y del placer animal.  Pues todos somos hermanos y hermanas con Dios como nuestro Padre común.

A pesar de su mensaje esperanzador la gente lo rechaza.  Parece el hecho que Jesús se crió entre ellos sólo es pretexto para no hacerle caso.  Más relevante es que su visión les parece radical.  Como gentes a través de la historia ellos anhelan que la vida se vuelva como era en los días gloriosos del pasado.  Desean la supremacía sobre los otros pueblos y la ventaja sobre sus vecinos.  Quieren desear a otras mujeres, hacer chismes contra aquellos de diferentes razas y religiones, y pensar siempre en el “número uno”, eso es, no en Dios sino en sí mismo.

Como resultado de su torpeza Jesús no puede mostrarles ninguna vislumbre de la gloria del Reino.  Sus palabras no les transmiten mayor aprecio para el don de la vida.  Sus acciones no les despiertan la esperanza de la vida eterna.  Sus curaciones quedan en el rumbo físico sin tocar el espíritu.  Sus modos de alegría, de humildad, y de cariño caen como el agua de un aspersor sobre el pavimento.  Tiene que dejar a su propia gente desconsolado.  No es tanto que la gente no quiera seguir a él sino que no quiere conocer a Dios.  El rechazo por su propia gente le apenará como la famosa espina en la carne que siente san Pablo en la segunda lectura.  Pero, también como Pablo, sigue adelante llevando el mensaje a otras aldeas.

¿Es posible que nosotros seamos como la gente de Nazaret?  Pensamos que conocemos a Jesús porque hemos escuchado el evangelio desde la niñez.  Sabemos también de su madre, de sus discípulos, y de sus seguidores a través de la historia.  Sin embargo, puede ser que seamos renuentes a convertirnos de los modos brutales.  Una pareja enseña cómo la pornografía anda como una epidemia arruinando las vidas de jóvenes.  A lo mejor algunos de nosotros han sido enganchados por esta travestía.  Tal vez más común muchos no tienen una misión en la vida más allá de nuestras familias de sangre.  No vemos a los enfermos en el hospital como si fueran nuestros hermanos.  No enseñamos la doctrina a los niños como si fueran nuestros sobrinos.  Jesús nos fortalece en esta Eucaristía para desengancharnos del pecado y para emprendernos en la misión.  Jesús nos fortalece para la misión.

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