El domingo, 24 de mayo de 2015



LA PENTECOSTÉS

(Hechos 2:1-11; Gálatas 5:16-25; Juan 15:26-27.16:12-15)

El enfermo tuvo suerte.  Lo colocaron en una sala hospitalaria al lado de un sacerdote carismático.  Con la persuasión gentil del religioso el hombre comenzó a recapacitar su vida. Fue bautizado como católico pero se había alejado de la fe.  Había tenido a tres esposas, pero andaba entonces con varias mujeres.  Al final reconoció la necesidad de cambiar sus modos.  Prometió a volver a misa y aun a visitar al sacerdote en su convento.  Aquellos que saben de asuntos espirituales reconocen esta experiencia como obra del Espíritu Santo.

Se describe el Espíritu Santo en la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles con tres imágenes fuertes.  Primero, el Espíritu viene con el ruido de un huracán.  El sonido invoca el miedo como pasó a los israelitas en el desierto cuando Dios descendió sobre el Monte Sinaí.  La relación de los dos eventos no es coincidencia.  Pues hay muchos peregrinos en Jerusalén para celebrar la entrega de la Ley a Moisés en Sinaí unos cincuenta días después de la pascua en Egipto.  Ya el Espíritu Santo viene como la ley nueva dirigiendo a los discípulos cómo vivir el amor divino. 

Ellos tienen que formar una comunidad de apoyo mutuo.  Enseñarán a los niños los modos de Jesús.  Disfrutarán de la compañía de uno y otro en medio de una sociedad distorsionada por los deseos carnales.   Llamada “la Iglesia”, la comunidad sigue en fuerza hasta el día hoy.  Solo esperamos que la parte de la Iglesia que representamos muestre la faz de Jesús a todos.

En segundo lugar la lectura ocupa el fuego para describir la venida del Espíritu Santo. En el desierto Juan predicó que el que vino después de él bautizara con el Espíritu y el fuego.  Ya se cumplen sus palabras.  El fuego puede vigorizar como cuando dicen que los Caballeros de Cleveland están ardiendo en los playoffs de básquet. A veces en el medio de la vida nos sentimos desanimados. Aunque hemos realizado nuestras ambiciones, nos consideramos a nosotros mismos como fracasos.  No tenemos ningún agradecimiento ni para Dios ni para nuestros padres, ni para otras personas.  Necesitamos del Espíritu Santo para llenarnos con el fuego para afirmar nuestro valor.  La segunda lectura muestra ampliamente los efectos del Espíritu Santo: el amor, la alegría, la paz, y varias otras cualidades que conocemos como sus frutos.

Finalmente, la lectura menciona lenguas.  Son el don de hablar de modo que gentes de diferentes naciones puedan entender.  Según la lectura, los discípulos emiten palabras que suenan raras para ellos mismos, pero para la gente ellas hacen sentido perfecto.  Los expertos tienen teorías para explicar este fenómeno, pero hay una historia que también puede explicarlo. El año pasado unos turistas americanos estaban en Roma participando en una audiencia del papa Francisco.  Uno de ellos que conoce italiano iba a traducir lo que el papa dijo a los demás.  El papa contó de la necesidad de amar como Cristo.  Cuando el que iba a traducir por sus compañeros abrió su boca, los otros le dijeron que no era necesario. Pues el papa Francisco, aunque hablaba en otro idioma, estaba bastante entendible.  Es así cuando hablamos del deseo más profundo de corazón.  Nos entendemos bastante bien.

Una pintura contemporánea muestra dos ventanas abiertas con el viento soplando las cortinas.  La luz del sol matutino brilla dentro del cuarto mientras se ve afuera las aguas de un lago.  ¿Es posible quedarnos desanimados en tal situación?  De ninguna manera.  Es el sentido perfecto del Espíritu Santo.  Viene para iluminar la mente y mover el corazón para que amemos según el deseo más profundo del corazón.  El Espíritu viene para que amemos.

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