EL CUARTO DOMINGO DE ADVIENTO
(Samuel
7:1-5.8-12.14.16; Romanos 16:25-27; Lucas 1:26-38)
El otro
día radicalistas musulmanes masacraron a más que ciento treinta adolescentes en
Pakistán. Entraron en una escuela de
hijos de militares y abrieron fuego con sus rifles. Los asesinos supuestamente querían
recompensar a los padres de los muchachos por una acción semejante. Su crimen pone
en relieve la necesidad de la iniciativa de Dios relatada en el evangelio hoy.
Dios
envía al ángel Gabriel a María de Nazaret.
Quiere que la joven sea un instrumento clave en Su plan de la
reconciliación. Ella daría a luz un hijo
con el nombre “Jesús” que significa “Dios salva”. Por José, su esposo con quien no ha tenido
relaciones íntimas, el niño tendría el linaje de David. Como su antepasado reunió todas las tribus de
Israel, Jesús reuniría las naciones del mundo en un solo pueblo exaltando a
Dios. Se ha mostrado este logro en los
santos de la Iglesia tan diversos como San Martín, el mulato de Perú, y Santa
Teresa Benedicta de la Cruz, la conversa alemán del judaísmo.
Tan noble
como suene, ser el hijo de David no sería la identificación más distinguida
para Jesús. El ángel dice a María que el Espíritu Santo descendería sobre ella
haciendo a Jesús el Hijo del Altísimo. Por
esta descendencia, él sería la presencia reconciliadora de Dios ofreciendo cada
corazón humano la paz. La persona sólo
tiene que arrepentirse de sus modos pecaminosos mientras confía en la
misericordia de Dios.
María
demora un momento. No es que tenga dudas
del plan de Dios. Sólo no está segura que el ángel haya llegado a la puerta
correcta. Como virgen, se pregunta cómo puede ser madre. Cuando el ángel le asegura que sería por
intervención del Espíritu Santo, María responde con más que un “sí”. Precisamente dice, “…cúmplase en mí lo que me
has dicho”. Es lenguaje ejecutivo que
hace firme lo que se está pensando en la mente.
Es como el compromiso que los novios hacen en el día de sus bodas. Es decir, “Ya no quiero más seguir mi propia
voluntad sino la tuya”.
Como Jesús
y como María, hemos de conformarnos a la voluntad de Dios Padre. Cada uno tiene que discernir en la oración lo
que Dios quiere para él o ella. Sin embargo, podemos enumerar algunas disposiciones
que conforman a la voluntad de Dios para el tiempo navideño. Primero, Dios quiere que tratemos todos los
deleites del tiempo – los pasteles y los regalos -- como signos indicando la
llegada del Salvador. Qué no confundamos
las señales con la realidad, Jesucristo, por caer en la gula o la envidia. Segundo, el Señor desea que nos aprovechemos
de este tiempo de paz para buscar la reconciliación con nuestros enemigos. Tal vez hayamos discutido con un pariente o
guardemos el rencor contra una vecina. No
hay mejor oportunidad para enmendar relaciones que estos días de gracia. Finalmente, Dios quiere que recordemos a los
pobres con quienes Jesús se identificó cuando sus padres lo colocaron en el
pesebre. Es tiempo oportuno para
compartir de nuestra riqueza con las Caridades Católicas o la Campaña Católica
para el Desarrollo Humano.
A las
familias les gusta amontar los regalos cerca el árbol navideño. Todos son envueltos en papel colorido y
adornado con cintas. Los niños se
preguntan si los regalos tienen los juguetes que pedían. Los adultos esperan que no se les olvidara de
nadie. Pero el mejor regalo no aparece
al pie del árbol navideño. Ni se puede
conseguirlo por sí mismo. Pues el mejor
regalo es la reconciliación que Jesús nos ha ganado. El mejor regalo viene de Jesús.
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