El domingo, 26 de octubre de 2014



EL TRIGÉSIMO DOMINGO ORDINARIO

(Éxodo 22:20-26; I Tesalonicenses 1:5-10; Mateo 22:34-40)

En los días de la segregación los fanáticos insultaban a los negros en público.  Rehusaban a llamar a un negro por su apellido con un título.  No dirían, por ejemplo, “Señor Obama”.  Más bien, insistían a llamarlo por nombre con un diminutivo, “Baraquito”.  Los fanáticos no querían congraciarse con los negros sino burlarse de ellos.  No eran de buena voluntad sino malévolos.  En el evangelio hoy, encontramos a los fariseos con tal intención mala.

Un fariseo doctor de la ley se dirige a Jesús como “maestro”.  Aunque el saludo no parece como un insulto, Jesús lo reconoce como una navaja desenfundada.  Pues, él ha pedido a sus discípulos que no llamaran a nadie “maestro”.  Este hombre no quiere aprovecharse de la sabiduría de Jesús sino enredarlo en problemas.  Pero Jesús se prueba a sí mismo más docto que el doctor.

Hay seis ciento trece leyes en la Torá.  Teóricamente todas son de igual importancia.  Sin embargo, la teoría no detiene a la gente de preguntar cuáles preceptos son los mayores.  Es como nosotros creemos que todos los libros de la Biblia son inspirados por Dios pero consideramos el Evangelio según San Juan como más céntrico a la fe que la Apocalipsis.  ¿Considerará Jesús la ley más grande “No matarás”, o tal vez “No cometerás adulterio”?  Si dice la primera cosa, parecería como fijadito en el orden.  Si opta para la segunda, sería en algunos ojos como obsesionado con el sexo.

Pero Jesús no permite que sea atrapado en disputas teológicas.  Sabe que sobre todo tenemos que dar a Dios su deber.  Responde a la pregunta, “Amarás al Señor, tu Dios….” como el mandamiento más grande.  Entonces agrega un segundo mandamiento, “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.   A lo mejor este segundo mandamiento es para reprochar a los fariseos por un falso amor para Dios.  Pues son famosos por sus homenajes a Dios, pero muchas veces desconocen a los pobres.  Como dice la Primera Carta de San Juan: “Si no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (I Juan 4,20b).    

Pasando por los vecindarios en este tiempo de Halloween, tal vez nos preguntemos si vivimos entre personas con navajas desenfundadas.  Vemos en la frente de varias casas las calabazas descarnadas – un signo de la muerte. Está bien; pues estamos cerca del Día de los Muertos.  Entonces, no podemos creer lo que llevan unas otras casas.  ¡Muestran figuras humanas ahorcadas de árboles!  Este tipo de adorno nos parece no sólo extraño sino malévolo.  Querremos rezar por los propietarios y, cuando el tiempo sea provechoso, querremos decirles algo.  Querremos informarles que nos preocupamos por nuestros niños y que tememos que viendo estas figuras, ellos encontrarán algo atractivo en el ahorcarse.  Antes de que nos vayamos, querremos pedirles que por favor no las expongan de nuevo.  Por Dios y por los prójimos, que no las expongan de nuevo.

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