Homilía para el Domingo, 3 de agosto de 2008

El XVIII Domingo Ordinario

(Mateo 14:13-21)

El psicólogo Abraham Maslow vivió en el siglo pasado. Tuvo una perspectiva diferente del Sigmund Freud y la mayoría de psicoterapeutas. En lugar de estudiar las neurosis y las psicosis Maslow quería saber lo que haga la persona funcionar bien. Desarrolló la idea de una jerarquía de necesidades humanas. Cuando se cumplan todos los niveles de la jerarquía, la persona realizaría la totalidad de la vida.

Según Maslow al fondo de la jerarquía quedan las necesidades más básicas como el aire, el agua, y la comida. Entonces se encuentran los niveles de seguridad, de la amistad y la pertenencia, de la estima, y al final de la auto-realización. En el evangelio hoy Jesús se muestra como el que nos capacita a cumplir todos estos niveles.

La gente busca a Jesús porque la ha curado y la ha enseñado. Con él tiene la libertad de enfermedades y del dominio del maligno – las principales amenazas a la seguridad en el segundo nivel de Maslow. De Jesús la gente escucha las parábolas del amor de Dios que le provee un hogar para coexistir con todos en la paz. Así la gente está aliviada de las preocupaciones de quedarse solos y desamparados en el tercer nivel. También la gente aprende de Jesús cómo actuar con la prudencia como un padre de familia saca cosas de su gran almacén para el bien de la familia. Así los humanos se hacen estimados en los ojos de Dios, si no de otras personas, para gozarse de la estima y la auto-realización cumpliendo los dos niveles más altos.

Ya Jesús suple la necesidad más básica. La idea de dar de comer a la muchedumbre que han acudido a él asombra a sus discípulos. “No tenemos aquí más que cinco panes y dos pescados,” se le oponen. Pero todavía no entienden a Jesús. No se da cuenta de que él no es sólo un curandero o un gran maestro. No, es el hijo de Dios que ha venido para rescatar a la gente de todas sus tribulaciones. Jesús toma los alimentos, da gracias a Dios su Padre, y parte los panes para que sus discípulos los distribuyan a la gente.

Por darle de comer a la gente Jesús se muestra a sí como el proveedor de todos los niveles de Maslow. Pues, el pan que da no es alimento ordinario sino un sabor anticipado del banquete celestial donde no habrá necesidad no cumplida. Es el mismo pan que nos nutre en la Eucaristía ahora para llevar a cabo los requisitos para el Reino de los cielos. El pan bendecido y partido por Jesús es Jesús mismo que nos fortalece para darles de comer a los hambrientos, visitar a los enfermos, y consolar a los entristecidos.

Jesús es la respuesta. ¿Qué es la pregunta? fue el título de un libro. Nos parece ingenuo y tenemos que cuidar que no despreciemos el dolor que sienten algunos por responder a sus lamentos, “Tienes que confiar en Jesús.” Sin embargo, es la verdad. Jesús como un gran almacén nos provee con todo lo necesario para realizarnos como humanos. Este es el mismo que recibimos en el pan eucarístico. En el pan eucarístico Jesús nos provee todo.

Homilía para el Domingo, 27 de julio de 2008

El XVII Domingo Ordinario

(Mateo 13:44-52)

El papa Benedicto acaba de regresar de la Jornada Mundial de Juventud. Este año el evento tuvo lugar en Australia. No se esperaban tantos jóvenes como en países con mayores números de católicos. Sin embargo, una vez más estuvieron centenares de miles de jóvenes desbordándose con entusiasmo por la Iglesia. A lo mejor hubo unas experiencias como la historia de una joven hace seis años en Toronto.

Al final de la Jornada Mundial en 2002 una mujer de veinticuatro años se acercó al micrófono libre para declarar el impacto del evento en su vida personal. Dijo que la experiencia le rescató la vida. Explicó que ella había vivido en las calles de la ciudad desde que tenía quince años. Se hizo adicto al alcohol y drogas. Para apoyar estos vicios se hizo prostituta también. Era al punto de suicidarse cuando unos jóvenes la limpiaron e la invitaron a la Jornada Mundial de Juventud. Allá, contó la mujer, encontró a un viejo que cambió su vida. El viejo le dijo que la amó. La mujer relató que muchos viejos le habían dicho que la amaron pero este habló de verdad. El viejo le dijo también que Dios la ama. La ama Dios tanto que quiere pasar toda la eternidad con ella y que envió a su propio hijo para hacerlo posible. Entonces la mujer dijo que el viejo le hizo sentido y que ya quería vivir.

Por supuesto, el viejo en la historia es el papa Juan Pablo II. El mensaje que le dio es el mismo que Jesús relata en las dos primeras parábolas del evangelio hoy. Solemos pensar en el tesoro escondido y la perla valiosa como el Reino de los cielos. Sin embargo, se puede interpretar estas parábolas en un modo distinto. El tesoro escondido y la perla valiosa pueden ser nosotros que Dios encuentra abandonada y desgastada como la joven antes de escuchar al papa. Entonces, Dios entrega la entidad más preciosa que tiene para obtenernos. Eso es Su propio hijo, nuestro Señor Jesucristo.

Si Dios nos ha comprado, realmente somos de Él. Por eso, no somos libres de actuar en cualquier modo que nos dé la gana. Más bien, tenemos que seguir Su voluntad. Tenemos que darle las gracias y alabanzas, particularmente en los domingos. Tenemos que desarrollar nuestras mentes y cuidar nuestros cuerpos. Para los muchachos esto quiere decir que no deberían estar pasando todo el verano en la playa o frente al televisor sino también leyendo libros y ayudando en la casa. Finalmente, Dios nos pide a cuidar a nuestros prójimos con amor. Prácticamente esto significa que cada uno de nosotros tenga un modo regular para ayudar a los demás, sea cortar el césped por la vecina viuda o sea visitar a los enfermos como ministro de la Eucaristía.

Un hombre de noventiuno años acaba de cruzar el país para ver a su hijo recibir su doctorado. El nuevo doctor pertenece al viejo, aunque vive con su esposa e hijo. Con más cercanía aún, somos de Dios. Seamos tan grandes como el papa Juan Pablo o tan chiquillos como un bebé recién nacido pertenecemos a Dios. Nos ama y nos quiere desarrollar todos nuestros talentos. Que no Lo faltemos nunca. Que no Lo faltemos.

Homilía para el Domingo, 20 de julio de 2008

Homilía para el XVI Domingo de Tiempo Ordinario – A08 – 20 de julio de 2008

(Mateo 13:24-43)

En el principio hubo un jardín. Todos sabemos su historia. Adán y Eva habitaban el jardín, llamado Paraíso. Allí caminaban con su creador Dios en la frescura de la tarde. Entonces pecaron por comer el fruto prohibido. Por eso, Dios expulsó a Adán y Eva del jardín para vivir entre las rocas y espinas del mundo. Sí, es sólo una historia, pero nos relata mucho acerca de la condición humana. Nos dice que nosotros humanos somos creados para una relación cercana con Dios. Señala también nuestra rebeldía contra el bondadoso Creador. Indica, finalmente, que el ambiente que habitamos ahora, tan lleno con problemas, no es nuestro por origen sino por defecto.

Sin embargo, Dios no ha abandonado a los humanos. El resto de la Biblia enseña cómo Él se ha intentado a acercarse a su creación más querida. Comprende un relato con muchos altibajos -- Dios llamando a un pueblo particularmente Suyo y ellos respondiendo por un rato pero en fin dejándolo por uno u otro tipo de capricho. Entonces Dios envía a Su propio hijo, el Cristo, para forjar un enlace inquebrantable entre Su pueblo y Sí mismo. En el evangelio hoy este mismo Cristo describe a la gente el nuevo lugar de encuentro entre Dios y los humanos. No es un jardín sino un mundo renovado llamado “el Reino de los cielos (o de Dios).”

Jesús utiliza tres parábolas o, si preferimos, comparaciones para describir diferentes aspectos del Reino. Porque nos preocupamos mucho por el malo en el mundo, Jesús lo trata en la primera y en la última parábola. Dice, en la primera, que el Reino parece como un campo de trigo que el diablo intenta a estropear con semillas de cizaña. En otras palabras, tenemos que aguantar la maldad por un rato. Eso es, de vez en cuando nos van a visitar la enfermedad y la muerte, la decepción de otras personas y los desastres naturales. Jesús concluye la parábola con la esperanza. Como el amo del campo de trigo tiene la cizaña quemada en el tiempo de la cosecha, Dios terminará los problemas que afligen la humanidad en el fin del tiempo.

Posiblemente hayamos notado algo mal en nuestras propias vidas. Ninguno de nosotros es perfecto, y a veces fallamos miserablemente. Algunos mentimos; otros aprovechamos de gente como si fueran objetos; otros nos olvidamos de nuestros padres ancianos. ¿Nos quemaremos como la cizaña del campo del trigo? No, si nos arrepentimos de nuestros pecados y seguimos el camino del Señor. Entonces Dios trasformará nuestras tendencias a pecar en instrumentos de Su justicia. Por ejemplo, un hombre que era irresponsable en su juventud se convirtió y haciéndose sacerdote, es listo para llamar la atención de los muchachos. Esto es lo que significa la parábola de la levadura en la masa. La levadura está considerada como algo tan despreciable como el pecado. Una cosa es que huele; otra cosa es que se compone de un tipo de hongos. Sin embargo, la levadura sirve para dar el pan consistencia y textura.

También cuenta Jesús que el Reino es como una planta de mostaza en la cual los pájaros pueden anidarse. Tiene en cuenta aquí la Iglesia aunque no se puede limitar el Reino a los confines de la Iglesia. Como el grano de mostaza, la Iglesia tiene origines humildes entre el puñado de discípulos de Jesús. Sin embargo, con el paso de tiempo la Iglesia ha crecido tanto que ahora provee consuelo a hombres y mujeres a través del mundo.

El Reino de los cielos es el nuevo Paraíso aún con sus espinas y rocas. Sin embargo, lo mejor del Reino es algo que Jesús no menciona en las parábolas. Es el acompañamiento que Jesús mismo nos provee. Como Dios caminaba con Adán y Eva en Paraíso, Jesús nos acompaña en la gracia. Está presente para tomar nuestra mano cuando sentimos tristes y para felicitarnos cuando logramos nuestras metas. Está presente para socorrernos cuando nos apuramos y para corregirnos cuando tropezamos en error. Sí, Jesús está presente a nosotros en el Reino.

Homilía para el Domingo, 13 de julio de 2008

Homilía para el XV Domingo del Tiempo Ordinario

(Isaías 55:10-11)

“Hablar a ustedes y hablar a la pared es la misma cosa,” se quejó la madre. Sintió frustrada después de haber dicho a sus hijos docenas de veces, “No peleen,” sin efecto. Desgraciadamente las palabras humanas muchas veces no significan mucho. Por la falta de la autoridad, ellas a menudo disipan en el aire como el humo. Pero no es así con la palabra de Dios.

“En el principio... (D)ijo Dios: ‘haya luz’ y hubo luz.” Todos reconocemos estas palabras como las primeras de la Biblia. Revelan como la palabra de Dios es creativa, poderosa, y bondadosa. Decimos “creativa” porque creó la luz de la nada. Asimismo, es poderosa porque apareció la luz con la fuerza para alumbrar el universo. Finalmente, es bondadosa porque la luz iba a permitir a los humanos a ver mirar grandezas como la puesta del sol y finezas como una telaraña.

La primera lectura del profeta Isaías reitera la eficacia de la palabra de Dios. Nos cuenta que como la lluvia pone en proceso la producción del pan, así la palabra de Dios siempre cumple Su intención. El profeta no es el mismo Isaías que predijo la caída de Jerusalén sino el que alienta a los israelitas en exilio. El segundo Isaías revela dos cosas de añadidura. Primero, dice que el sufrimiento de Israel acabará cuando Dios restaura Su reino. Segundo, señala a un hijo de Israel – el Servidor doliente – lo cual justificará al mundo por sufrir sin quejas o reclamaciones.

Nosotros cristianos vemos el cumplimiento de todas estas profecías en Jesús. Él viene como la bondadosa palabra de Dios curando a los enfermos, expulsando los demonios, y enseñado con parábolas. No más está el mundo bajo el dominio del diablo sino se ha hecho en una nueva creación, el Reino de Dios. La palabra, que es Cristo, también se manifiesta con poder, pero un poder interiorizado. Por soportar el sufrimiento de la cruz, Jesús derrota todas las fuerzas del mal agregadas en su contra. Así, Jesús se revela a sí mismo como el Servidor doliente del segundo Isaías llamando la atención de todos.

Nosotros respondemos a Jesús en los dos modos que destacan su vida. Como él actuaba en pro de la gente, nosotros hacemos obras de caridad. Por ejemplo, una parroquia urbana da de comer a quinientas personas pobres cada domingo por al menos cincuenta años. A lo mejor algunos de esta multitud andarían sin comer si no fuera por la parroquia. Pero, más significativo, todos saben que Cristo los ama por las acciones de los parroquianos. También, aguantamos los dolores de la vida con la paciencia como Jesús crucificado. Por ejemplo, una viuda de casi noventa y cuatro años espera que el Señor la recoja. Aunque le duele el cuerpo, raras veces se queja o hace exigencias en su aguardar.

“Hablaré puñales pero no usaré ninguno,” dice el príncipe Hamlet en el famoso drama por Shakespeare. Solamente está demostrando el poder de palabras para cumplir su intención. Sin embargo, hemos visto infinitamente más poder en Jesucristo, la bondadosa palabra de Dios. Como la puesta del sol, Jesús nos llama la atención. Que no rehusemos a responder a él. Que no rehusemos a responder.

Homilía para el Domingo, 6 de julio de 2008

El XIV Domingo del Tiempo Ordinario

(Mateo 11:25-30)

Por más de 232 años los americanos han tenido la libertad. No podemos decir “todos americanos” por la lastimosa esclavitud de los negros. Sin embargo, ahora todos -- blancos y morenos -- en este país disfrutan de la independencia para andar a donde quieran y para trabajar en cualquier oficio que puedan. A lo mejor la mayoría de la gente americana orgullosamente piensa en sí misma como los judíos en el Evangelio según San Juan que dicen: “…nunca hemos sido esclavos de nadie.”

Pero si la esclavitud significaría una libertad más profunda de simplemente nadie teniendo escritura de su cuerpo, ¿sería aceptable? Si la esclavitud a una persona nos liberaría de todas otras dominaciones – sean interiores o sean exteriores, ¿podríamos someternos a ella? Tenemos en cuenta no sólo el libre albedrío para hacer lo que se piensa es correcto sino también la capacidad para actuar con la perfección en todo caso. Ésta es la equivalente en la vida diaria a la libertad de un virtuoso con violín en mano o de un gimnasta olímpico en las barras. A lo mejor, sí, nos daríamos a nosotros mismo a esta esclavitud.

En el evangelio hoy, Jesús nos hace tal oferta. Nos invita a cambiar la esclavitud al pecado por la esclavitud a él. Es cierto, no habla de la esclavitud sino del yugo. Pero en la Biblia el yugo – la madera que se coloca sobre los bueyes para uncirlos por trabajo – significa la esclavitud. Jesús quiere que dejemos la tendencia a pecar por el firme compromiso a él. Por eso, Pablo escribe: “El que recibió la llamada del Señor siendo esclavo es un cooperador libre del Señor. Y el que fue llamado siendo libre se hace esclavo de Cristo” (I Cor 7:22).

Recientemente Benedicto XVI alentó a los jóvenes: “¡No tengan miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo.” El papa solamente daba eco a Jesús cuando proclama, “…mi yugo es suave y mi carga ligera.” Dice “suave” porque no son tantos preceptos en la ley de Jesús como en la ley de Moisés. Añade “ligera” porque siendo nuestro amo, podemos conseguir siempre su apoyo por la oración.

Sin embargo, parece a algunos que la moralidad católica es más exigente que la de cualquiera otra religión. Debemos venir a misa cada domingo. Debemos refrenar de sexo fuera del matrimonio. Debemos confesar nuestros pecados a un sacerdote. ¿Cómo es suave el yugo de Jesús? Si nos parece tortuoso es porque no le hemos entregado la vida. Una vez que lo hagamos, nos quedarán sólo dos mandamientos fácilmente cumplidos: ama a Dios sobre todo y ama al prójimo como ti mismo. Los otros preceptos serán como guías en momentos de confusión. Sí, verdaderamente es suave su yugo y ligera su carga.