Homilía para el domingo, 27 de mayo de 2007

El domingo de Pentecostés

(Juan 14)

El mundo es un lugar peligroso,” dijo el hombre al joven. ¿Es la verdad? En el mundo – eso es, toda la tierra menos la casa y, tal vez, la parroquia -- sacamos una vivir adecuado. Si pasáramos toda la vida con nuestros padres, no tendríamos ni asociados, ni trabajos, ni nuestras propias familias. Sin embargo, encontramos trampas en el mundo. Ladrones nos robarán la plata. Pornógrafos nos sacarán la inocencia. Embusteros nos quitarán la verdad.

Por eso, nos hace falta un guía para acompañarnos por el mundo. En la niñez, los padres nos sirven como protectores. En la juventud, los maestros nos indican la vía. Y sobre todo, a través de toda la trayectoria existe un acompañante que nos aconseja. En el evangelio hoy, Jesús nombra esta ayuda. Es el Espíritu Santo.

El Evangelio según San Juan a menudo utiliza la palabra “paráclito” para denotar el Espíritu Santo. En primer lugar, el término significa “el que está al lado,” particularmente el que asiste al otro en el tribunal legal. El Espíritu Santo no sirve como abogado sino como el fiscal que acusa al mundo de maldad. Nos indica el crimen del aborto y el daño de mentiras que supuestamente “no perturban la paz del otro.”

También, el Evangelio de Juan nos dice que el paráclito nos viene como consolador. Él sustituye a Jesús que ya está con el Padre. Como consolador el Espíritu Santo nos enseña cómo distinguir la sabiduría de Dios de los señuelos del mundo. Por ejemplo, con el Espíritu Consolador la Iglesia determina el uso apropiado de imágenes del abuso idolatro.

En este mismo Evangelio según San Juan Jesús dice que es mejor que se vaya él para que nos mande al Espíritu Santo. Nos parece extraño. ¿Qué podría ser más valioso que tener al Señor Jesús en medio de nosotros? Sin embargo, es la verdad. Con su Espíritu Santo operando invisiblemente a nuestro lado, todos los hijos de Dios en todas partes no tenemos que caber el miedo. Podemos salir al mundo para vivir sin entramparnos por sus señuelos.

Homilía para la solemnidad de la Ascension del Señor, 20 de mayo de 2007

ASCENSIÓN DEL SEÑOR

¿Por qué celebramos la Ascensión del Señor con alegría? Pensáramos que el luto del Viernes Santo es más apropiado. Pues, nuestro líder – él que nos transmitió la vida en abundancia – ya no está. Se fue. Es lo que quiere decir la Ascensión – ascendió al cielo. Me llama la atención un himno inglés con tono solemne. Dice el himno, “No oímos palabras graciosas de quien hablo como nadie más.”

¿Por qué celebramos la Ascensión con alegría? Hay al menos tres razones significativas. Primero, el Señor se va para establecer un hogar para nosotros. Dice Jesús en el Evangelio según San Juan, “…voy a prepararles un lugar.” Jesús va con su cuerpo humano para crear el espacio donde podemos nosotros vivir con nuestros cuerpos. Es como muchos trabajadores vienen aquí de México solos para conseguir un terreno por sus familias.

Segundo, Jesús se sale para abogar por nosotros al derecho de Dios Padre. Dice la Carta a los Hebreos: “Cristo no entró en el santuario de la antigua alianza,… sino en el cielo mismo, para estar ahora en la presencia de Dios, intercediendo por nosotros.” A lo mejor pensamos en María y los santos como nuestros intercesores. Sin embargo, en primer lugar Jesús está pidiendo por nosotros. Él conoce las lágrimas de ver a un amigo muerto y las risas de compartir vino con buena compañía. Por eso, no deberíamos estar renuentes de llamar su nombre.

Tercero, Jesús abandona a sus discípulos con su persona para estar más cerca de nosotros con su Espíritu. Aunque suena paradójica, es veraz. Cuando estaba en el mundo con carne y sangre, Jesús sólo podía describir el reino de Dios a sus discípulos con parábolas. También, sólo podía darles de comer panes y pescados. Sin embargo, él no podía tomar posesión de sus interiores. Ahora ascendido, él puede enviar a su Espíritu para transformarnos de adentro. Con el Espíritu Santo nos hacemos – como dice un canto centroamericano – “Hombres nuevos, creadores de la historia, constructores de Nueva Humanidad.”

Homilía para el domingo, 13 de mayo de 2007

DOMINGO, VI PASCUA

(Juan 14)

Un cantante cuenta de su tío llamado Mateo. Dice que Mateo vino a vivir con su familia después de que un tornado lo despojó de su propia familia y casa. El hombre era más de una bendición; era un amigo que guió al cantante a un aprecio profundo de la vida. Jesús les promete a sus discípulos en el evangelio hoy una tal amistad – más bien, una amistad infinitamente más beneficiosa – cuando les dice que él y su Padre harán su morada con aquel persona que cumpla su palabra. Como una madre ave construye el nido familiar la Santa Trinidad ocupa nuestros corazones. Nos hace santos por capacitarnos a florecer viviendo pobres de espíritu, llorando con los entristecidos, y anhelando la justicia tanto como el pan.

¿Qué es? ¿No nos vemos como santos? ¿No estamos seguros que aún queramos ser santos? Es cierto que muchas veces los jóvenes piensan que los santos vivan con poco gozo y cero placer. Pero la realidad no es así. Los santos se distinguen en vivir porque todo lo que tengan, comparten con la más amable compañía. Eso es, se gozan en el Señor. Como una comparación, podemos preguntarnos: ¿qué preferimos – una comida de seis platos en el Hotel Ritz-Carlton tomada sólo o una pera partida en tres por nosotros y dos de nuestros mejores amigos? Probablemente comeríamos la comida lujosa demasiado rápido para saborear su calidad. Pero gustar la fruta con compañeros confiados apacentaría nuestros corazones.

Así Jesús nos imparte su paz. Quiere decir shalóm – el concepto hebreo que significa el bienestar. La paz es regresar a la cocina de mamá después de hartarnos lastimosamente con la los buffet y de pernoctar imprudentemente estudiando. Es probar su cocido hecho no solamente con el amor sino también con el tiempo para que absorba todos los sabores. Es escuchar sus palabras de consuelo – si conseguimos todos “diez” o si fallamos completamente – que siempre seremos bienvenidos en su casa. No es la paz del mundo que es un débil saludo. Está sobrepasado sólo por la paz del Señor que nos sigue dondequiera vayamos. Porque Dios siempre está con nosotros, Su amor siempre nos refresca.

Tal vez imaginemos que la madre es más misericordiosa que Dios. Posiblemente ella se desilusione con nosotros si no le llamamos el día domingo, pero no nos quita de su gracia. Al otro lado, Dios nos parece muy inflexible, al menos como Lo recordamos de catecismo. Pero ¿quién se le quita a quién de la gracia? Cuando rehusamos a asistir a la misa dominical, nos apartamos de la luz necesaria para seguir adelante en este mundo de tinieblas. ¡Que no nos equivoquemos! El mandamiento de mantener santo el día del Señor – como todos los mandamientos – es una misericordia no un castigo. Nos hace posible alcanzar a hogar eterno que buscamos.

Jesús dice a sus discípulos, “Si me amaran, se alegrarían de que me vaya al Padre.” Nos parecen curiosas sus palabras. ¿Qué quiere decir “si me amaran”? ¿No es que sus discípulos lo amen? ¿No es que nosotros lo amemos? No completamente. Los discípulos antes de recibir el Espíritu Santo y nosotros en cuanto hayamos rechazar al Espíritu Santo tenemos un amor manchado. Muchas veces deseamos poseer al amado en vez de querer su alegría completa. Cuando Jesús encuentra a María Magdalena después de la resurrección, tiene que decirle que no se le agarre. El amor verdadero busca la unión no la posesión. La más grande herencia que nuestras madres nos han dejado es que nos han enseñado cómo amar sin el egoísmo. Su amor nos ha liberado para darnos a nuestros esposos si somos casados, a nuestros amigos si somos solteros, y a nuestras comunidades si somos religiosos. Por esta razón celebramos a nuestras madres ahora --que nos han enseñado a amar sin el egoísmo.